martes, 28 de noviembre de 2017

De tetas y sopapos


Después de resistirme testarudamente a volver a la renovada Sala Lugones y dejar pasar los días del ciclo de uno de mi cineastas favoritos, fui corriendo a ver la única película que no había visto de Pialat. Y en 35mm. 

Pialat es un cineasta tan parco como generoso. Sus películas funcionan como el reverso de las películas de Wiseman: éste sorprende a las instituciones en pleno funcionamiento, mientras que Pialat las construye desde adentro. 

Es imposible pensar a Pialat sin ubicarlo al margen de sus coetáneos, huroneo y fiel a sí mismo más no por eso menos heredero de Renoir. Van Gogh reniega del impresionismo de Renoir padre, a la vez que Pialat traiciona y homenajea en simultáneo a Renoir hijo, fundador oficial del realismo poético. 

Se llama Van Gogh pero no es bio-pic: Pialat indaga al interior de la vida rural de Auvers-sur-Oise a finales de siglo XIX y encuentra en él situaciones de lo más cotidianas que retrata con maestría: la pequeña burguesía que encierra a sus niñas a aprender artes y oficios, los herreros que trabajan de sol a sol, los ferroviarios, los cargueros, los posaderos que "se sientan a tomar la pausa (el almuerzo) sin decir una palabra". Van Gogh va a buscar eso. Pialat va a buscar eso. El espíritu de ambos es el de la vida proletaria que se encuentra lejos de los pitucos galeristas y coleccionistas que no se interesan por sus pinturas maltrechas, malhechas, "faltas de aire" como le dice su compañero de hotel; aquella que mana de las praderas en donde las putas yacen al sol borrachas y semidesnudas. Pialat va a buscar los paisajes que Renoir no pintó (ni el viejo ni el hijo) y nos deslumbra con un vodevil campechano en donde las amas de llave cantan junto a las jóvenes burguesas, dejando de lado todo afán de narrar con fidelidad la vida y los pensamientos de Van Gogh. Es esa la vida que le interesa antes que las teorizaciones y debates que pueda dar el afamado pintor. La misma vida dura que brotaba de la campiña francesa donde Renoir filmó Toni y la adaptación de Un día de campo

Por más que estén los caballos, los carros, los vestidos, las herramientas, las pinturas que hacen a la ambientación: El realismo es producción, nunca copia; nos enseña Pialat; para quien la imagen no cuenta por lo que añade a la realidad si no por lo que revela en ella. Puedo imaginarlo dando indicaciones a los actores diciendo "no es importante lo que están diciendo, hablen de cualquier cosa!" y eso es un poco lo que pasa en las películas de Pialat: cualquier cosa; todo y nada, la vida misma. Es el cine del pulso: en esa nada, algo está pasando. Incluso si durante toda la escena sus personajes no cruzan mirada, incluso (o más bien porque) la escena no hace avanzar al argumento, hay una tensión que prende fuego la pantalla a base de acumulación. El argumento, incluso cuando se trata de un suicidio inminente o la liquidación de sus protagonistas (Police) siempre queda desplazado, como se desplazan los planes en la vida, a base de impulsos y pulsiones. No hay plano que pueda estar en función de otro. Brota la frescura de entre los cortes brutos y elípticos, anárquicos hasta para el siglo xxi. 

El Van Gogh de Pialat es más que el “artista enajenado” artaudiano, suerte de clarividente de las hipertrofias de la sociedad: es también el "emboscado" de Junger, aquel que se camufla en el seno de la sociedad para servirse de la parte que de ella le conviene para hacer su trabajo que, tarde o temprano, hará implosionar todo. En la mesa dominical hablan de medicina y el doctor Gachet se admite imposibilitado para sanar. En un diálogo maestro, invoca la comuna de París y afirma que sus estudios no fueron capaces de auxiliarlo para abarcar el alma rota que traían consigo los sobrevivientes de la invasión. 

Las múltiples caras de los personajes de Pialat son probablemente el mayor atractivo de su cine. Sin embargo, el Vincent de Pialat no termina de cuadrar en ninguna descripción porque, como la película misma y como es costumbre del director, su personaje se amplía hacia terrenos más inesperados; comienza a tener reacciones inapropiadas y muchas veces violentas. Se convierte en un animal imposible de domar, difícil de reconocer tanto por los personajes como desde la butaca. 
No se queda atrás la impecable Alexandra London (Marguerite) que ubicada en el lugar de la burguesa sumisa e insoportable en las primeras escenas, va deconstruyendo el camino andado hasta quedar afectada en sí misma con la contradicción andante que es Van Gogh.
El cine de Pialat golpea porque desnuda la ternura que la sociedad le ha escindido a las pulsiones tiñéndolas con su moralina y develándonos a nosotros, espectadores silenciosos, nuestra propia moral mortuoria.